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miércoles, 20 de julio de 2011

Hay historias...

Hay historias que se entrelazan, gente que nunca sospecharíamos que se encontraría entre la multitud.
Caminaba por la acera, pegado a las paredes de las viejas casas, rozando con sus dedos la pintura carcomida sobre la terrosa superficie de adobe, y los barrotes que, de cuando en cuando, se le presentaban en los enormes ventanales de lo que antaño había sido el barrio más conocido de la capital; Monterrey mostraba su esplendor, deslavado apenas por el tiempo.
Gabriel era un tipo despreocupado, aunque estudioso, no muy alto ni adornado, no usaba anteojos, pero siempre deseó hacerlo, por la falsa esperanza de que aquél artilugio le concediera la pinta de intelectual de los fósiles de la universidad que de vez en cuando se topaba cerca de su escuela.
Miró sus dedos manchados y decidió, como por aquel impulso de suciedad, cruzar la calle al aviso del semáforo para encontrarse con una cómoda banca a la sombra de algún encino, mientras disfrutaba de los niños corriendo, jugando; mientras eran felices él lo era también.
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Corría por el andén del metro. Llevaba un morral ligero que golpeaba sus muslos con delicadeza mientras intentaba luchar contra la gravedad y la inclinación de las escaleras; sorteaba apenas de dos en dos los escalones, mentras los guardias se extrañaban de tal prisa en una tarde de sábado.
Alondra era el estereotipo de hija perfecta, quzía por eso llevaba un faldón encima del pantalón entallado. Para su primer salida en meses hizo alarde de su falta de costumbre y su sobra de distracción, tal era el caso que llegó a aquél extraño reloj de sol decorativo en la Gran Plaza con un nada halagador retardo de cuarenta y cinco minutos, sólo para comprobar, como sospechaba, que sus amigos no la habían esperado por mucho tiempo, sabiendo que era probable que su madre cambiase de opinión y a última hora no la dejara salir; meditó un poco acerca de las ventajas de conseguirse un teléfono celular, para lo cual se sentó distraídamente en la primer banca que encontró a su alcance.
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La primera impresión fue mirarse a los ojos.
Eran dos completos extraños, sumidos en su propia extrañeza, mirándose de pronto tan cerca, tan juntos.
Alondra casi da un salto de la banca, pero algo en la mirada de Gabriel la detiene, le da confianza.
'Siento que te conozco', habla él con voz suave, apenas audible, '¿nos habremos visto antes?'
Ella mira a su alrededor, como comprobando que efectivamente está hablando con ella; 'no lo creo, no salgo mucho de casa', atina a decir con rubor encendiendo sus mejillas, para una joven de su edad, esa es una confesión un tanto vergonzosa.
'Te comprendo', dijo él con una sonrisa, 'se supone que estoy estudiando inglés cerca de aquí, no es que me guste salirme de clases, pero a veces necesito un respiro fuera de los libros y las aulas'.
Hablaron de muchas cosas y de ninguna, las horas se pasaron rápido, pronto comenzó a vibrar algo dentro de la bolsa izquierda del pantalón de Gabriel; era la alarma que indicaba la hora en que debía comenzar a irse.
Se levantaron y caminaron hacia una avenida concurrida.
Ya frente a la calle, Alondra habló de nuevo.
'¿Crees que nos volvamos a ver?', preguntó.
'¿Quieres que te sea sincero?', soltó Gabriel, pero no esperó la respuesta, 'No, no lo creo'
Alondra bajó la mirada, pero Gabriel tomó su barbilla delicadamente y la hizo subir, hasta quedar reflejado en sus ojos.
'En ese caso', dijo, 'quiero que al menos quede un recuerdo, por si nos volvemos a ver'
Se despidieron con un cálido beso.
Instantes después, Gabriel se perdía entre la multitud, y Alondra regresaba en su carrera al metro, con una sonrisa en el rostro.
Aún hay veces en que me sorprendo de lo pequeña que resulta ser una ciudad cualquiera...


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