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lunes, 25 de abril de 2011

Crónica de un cuento

Camino por la ciudad, como cualquier otro día dentro de ella.

Una suave brisa impregnada de combustible, aceite y polvo me golpea los anteojos; las chimeneas industriosas saludan orgullosas, los autos pasan; la vida también.
Me rodeo a diario de sombras, unas van, otras vienen; y aún así todo pareció detenerse aquella noche. Veo el reloj de la estación, es tarde ya.

Aquella gala que me impresionaba ya no me sorprende, las antiguas señoronas del norte ya no causan en mí fascinación alguna; los gallardos ensombrerados pasan de largo ante mi mirada perdida; ya ni los bastones llaman a mi conciencia.

Aquellos que son iguales que yo lo notan, pero mi aparente fuerza invisible lo oculta de manera titánica. Nadie se atreve a preguntar nada.
Hoy debía de ser un día feliz, un día de júbilo; un día en el cual ella caminara por ese pasillo hacia mis brazos, y en el que entráramos de la mano a aquella sala a escuchar cómo no ganamos un concurso imposible. Hoy, luciendo mis mejores galas, hago acto de presencia con mis manos vacías, mi mente helada, y su última carta en el bolsillo de mi camisa.

Tomo asiento cerca de una amiga, la abrazo más por compromiso que por nerviosismo. Uno a uno pasan los participantes y reciben sus papeles; el director pronuncia su discurso, mientras la encargada del concurso dormita en su silla, como casi todos los presentes.
Le toca hablar a ella, de facciones odiosas y cabellos a fuerza rubios; su poca dicción merece poco más que una burla, pero parezco ser el único con ése vago sentimiento de ironía en la sala; o al menos el único que no se ha adormilado lo suficiente como para no escuchar.
Entran los que llegan tarde a medio discurso, mi fascinación es evidente, por momentos la rubia forzada se calla para dejar que los participantes morosos ocupen sus asientos.

Aprieto su carta contra mi pecho, mientras tomo la mano más cercana para no sentirme tan solo; duele que no digan su nombre, duele que no sea ella quien sostenga mi mano; duele que no pueda verla frente a mí, muriéndose de nervios.
Para cuando reacciono mencionan un nombre conocido, sin embargo ella no pudo asistir; mi atención se centra en enviarle un mensaje de texto, mientras recojo mi propio diploma de participación. Ya fuera, todo cambia.
La Voz Silenciosa, como me gusta llamarla, está a mi lado; me invita un trago -de café, pero un trago al fin- a lo que accedo. Pasamos gran parte de la mañana ahí dentro, degustando cuanta cosa alcanzara con nuestro dinero: un festín digno de dos no-ganadores.

Salimos de aquel lugar en el que nos conocen tan bien y entramos de nuevo en la escuela. La banca de siempre nos espera, así que no la hacemos quedar mal y nos sentamos. Pasa toda la mañana, el turno matutino se termina y comienzan a llegar los de nuestro turno. Saco aquella carta y la leo de nuevo.

Al parecer el título de príncipe me queda bien, sonrío.
Las clases siguen su curso normal, no hay tiempo para pensar si estoy en el aula -a menos, claro, que esté en Filosofía, casualmente es la clase en la que más divago- y es para mí un consuelo secreto tener que explicar y resolver problemas, mientras intento comprender el funcionamiento del cuerpo humano; lo siento por ella, que me hace tanto bien como daño, pero sabe que ante todo tengo que esforzarme por ser mejor que los demás.

Todo da un vuelco durante una clase muy azarosa -Probabilidad y Estadística, para aderezar-.
Los pensamientos ya no se dirigen a donde deberían; mientras intento enfocarme en los números que se dibujan en la pizarra, tú vuelves a mí.
Siento deseos de leerte de nuevo, y con ellos vienen también los de tocarte, los de revolver tus cabellos; los de abrazarte y decirte que todo irá bien. Las lágrimas surgen en el lugar menos indicado.

Se dan cuenta, alarmado comienzo a contar, como vano esfuerzo por calmarme, por pensar en otra cosa. Detrás de sus anteojos adivino una extrañeza; me mira fijamente y me pregunta si estoy bien. Llevo mi índice a los labios y sólo me atrevo a callarla suavemente, quedamente, mientras me aferro al pupitre.

Aquél día fue el más feliz y el más triste desde que no estás. Pero de algo estoy seguro: las promesas siempre -SIEMPRE- las cumplo.

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