“…en otras
noticias, la Policía Federal detuvo a tres presuntos secuestradores, en un
esfuerzo conjunto con la Marina…”
Entreabrió los ojos.
Eran las seis y quince de la mañana, y aún así ya estaban
dando las noticias relacionadas con el narcotráfico.
Miró por la ventana, lloviznaba apenas.
Se levantó, aquella mañana de viernes sabía a lunes, tomó
un libro de tantos que yacían en el piso y se sentó a la computadora. Abrió sus
correos, miró en sus redes, publicó en su blog y luego puso un poco de música.
Volvió a mirar por la ventana mientras coreaba su canción favorita, al cabo de
un rato se sintió incómodo en la silla, se levantó y se acercó más a la
ventana.
Por la calle pasaba un pequeño arroyo, último rastro de
la lluvia de anoche.
La vecina de enfrente sacaba la basura (sí, a esa hora),
el matrimonio de junto salió a dar su acostumbrado paseo matutino; se conmovió,
esa pareja de sesenta años de casados salía de su casa todos los días tomada de
la mano, esta vez don Julián llevaba paraguas.
Miró extrañado su habitación.
Un póster enorme de una nueva banda chilena adornaba su
cabecera, la cama revuelta. La mesa de noche estaba un poco gastada, su
guitarra pendía de un clavo en la pared, y el muro de enfrente estaba lleno de
diplomas.
La barra de inicio de la computadora parpadeaba y su
canción favorita había terminado, su madre le gritaba que bajara a desayunar,
se acercó a la pantalla plana y vio el mensaje, era Gabriela; por alguna razón
sonrió. Le contestó sólo para despedirse y salió de su habitación.
Olía a tocino, y el olor se intensificaba conforme bajaba
las escaleras.
“…y quedó así”, terminó Alicia, su hermana, mientras su
madre la miraba pensativa.
Tomó un plato y se sirvió de aquel banquete matutino que
su madre había preparado. Huevos con tocino y unos cuantos frijoles,
acompañados de chocolate caliente y, por si quedaba hambre, unos cuantos panes
con mantequilla.
No habló, como de costumbre, hasta que llegó su padre.
“Xavier”, comenzó su madre, “no deberías de desvelarte
tanto, esas ojeras van empeorando”
“Fe, pequeña histérica”, respondió con gesto indulgente
el padre, “es la última vez que trabajo tanto, lo prometo”, sonrió y miró a sus
hijos.
“Papá”, comenzó él, Santiago, “¿cuándo tienes tiempo?”
“¿Para qué?”
“Para una entrevista, es para la escuela… necesito un
reporte acerca de tu trabajo, me lo van a pedir el próximo semestre, entrando,
y quiero hacerlo estas vacaciones”
Pensó un rato y contestó, “el próximo lunes, cuando
regresen de su viaje, como a las seis de la tarde, ve a mi oficina y ahí te
recibo, creo que voy a seguir durmiendo allá hasta el miércoles”, concluyó y
tomó un sorbo de café negro.
Todos siguieron comiendo, luego de la comida cada quien,
como era tradición, lavó sus platos y cubiertos.
Tomó la mochila del sillón más pequeño de la sala y salió
de la casa.
Comenzó a caminar hacia el metro, este era su último día
del semestre.
Por alguna razón el gris del cielo lo hizo sentirse
feliz, incluso saludó a los extraños que corrían en el parque frente a su casa.
Pasó frente a la casa de Gabriela y volteó la mirada
hacia su ventana, sin embargo, iba temprano y no quería apurarla, así que
siguió su camino. Dentro, ella se apuraba pues lo acababa de ver pasar.
Llegó al metro y subió por la interminable rampa, sacó
una tarjeta y la pasó por una rueda verde, un instante después entró en la
monótona fila que subía las escaleras hacia el andén. Detrás una muchacha no podía
insertar su boleto en la ranura de la máquina, cuando pasó su mochila se atoró,
y cuando logró zafarla escuchó el rechinido de las ruedas frenando; se
apresuró.
Lo vio de espaldas, entrando en el vagón, corrió y apenas
logró pasar entre las puertas; Gabriela abrazó como pudo al sorprendido
Santiago.
Por un rato nadie dijo nada, sin embargo, fue ella quien
reaccionó apartándose de él, con un rubor evidente en el rostro.
“Hola”, dijo por fin Santiago, “¿por qué tan agitada?”
“Porque…”, comenzó nerviosa Gabriela, “porque… fui a
correr, en la mañana”
“¿Con mochila?”, repuso extrañado.
“Sí…”, comenzó de nuevo aún más nerviosa, “para… para… no
perder… tiempo… sí, para no perder tiempo en… ir a mi casa… por la mochila”,
dijo ruborizándose aún más y bajando la mirada.
“Bueno, te creo”, dijo sonriendo Santiago, “tú siempre
tan sospechosa”, y la abrazó.
Cuando llegaron a la estación Universidad bajaron con la
multitud, aún abrazados.
Ya separados, pasaron por la explanada de la Universidad,
una enorme cantidad de mantas y lonas de
apoyo a los equipos deportivos los recibió.
Todas esas cosas le hacían sentirse melancólico con el
año que estaba por terminar, definitivamente ese año, el 2014, había sido uno
de los mejores que pudiera recordar. Volteó la mirada y ahí estaba ella, Gabriela,
con el rubor de siempre, mirando todos los carteles, reflejando en sus anteojos
los colores azul y oro que cubrían casi toda la explanada.
Continuaron caminando por el corredor flanqueado por
árboles, se tenían que despedir en la primera facultad, así que alentaron el
paso hasta casi no avanzar.
“¿Cuándo es tu viaje?”, preguntó Gabriela mirándolo a los
ojos.
“Mañana”, respondió él mientras analizaba el entorno;
aquel corredor parecía algo desierto aún.
“¿No estás nervioso?”, bajó la mirada.
“Algo; nunca he viajado en avión”, respondió de nuevo
automáticamente mientras se distraía, “y nunca he ido a España”, sonrió.
“Vamos a estar lejos un buen rato, ¿verdad?”
“Ya te lo dije, solo una semana”
“No hemos estado lejos tanto tiempo desde que nos conocimos”,
soltó ella como reprimiendo las ganas de abrazarlo, “…recuerdas… ¿recuerdas el
día en que nos conocimos?”
Él sonrió, “¿cómo olvidarlo?”, luego comenzó a reír, “me
tiraste encima tu tarea de Proyección Cilíndrica y manchaste mi primer proyecto
de Fotografía… desde siempre fuimos un caso raro de amistad ligeramente
desastrosa”. Ambos rieron.
La acompañó a su salón de clase y ahí la despidió; los
demás alumnos de la Facultad de Arquitectura lo miraban extrañados, esa
muchacha no era su novia, pero siempre la acompañaba a la puerta de su aula,
aún a costa de después salir corriendo por el tiempo.
Miró a su alrededor, este último día pintaba ser extraño
en forma y manera; mientras caminaba hacia su escuela seguía reflexionando,
pensaba en cómo hacer para confesar sus sentimientos, le daba rodeos a la duda,
‘¿qué tal si no siente lo mismo?’ se dijo, al tiempo que se respondía, ‘pero,
mis amigos dicen que se nota’… ‘pero, ¿qué pueden saber ellos?’, aquellas
conversaciones en su mente tenían lugar siempre que la veía, siempre que le
sonreía.
“¡Santi!”
Volteó, fue abrazado por José y Diego, sus mejores
amigos.
“¿Qué les pasa, par de raros?”
“Nada de raros, ¿qué no así te saluda Gaby?, ¿qué no
somos los tres tus ‘mejores amigos’?”, dijo en tono de burla Diego, mientras
José reía por lo bajo.
“¿Van de nuevo con eso?”, replicó con tono molesto
Santiago.
“Es que, hacen buena pareja, no lo vas a negar”,
intervino José.
“No hay manera de saber si siente lo mismo que yo, ya se
los dije”.
“Tú crees en el maldito método científico: La regla
principal es…”
“¡Lo sé, ‘si no sabes cuál será el resultado tendrás que
experimentar’!”, se exaltó, “pero esto es distinto… el amor no tiene ciencia,
no tiene fórmulas… ¡No funciona como el resto de las cosas!”.
“Santi”, se le adelantó Diego y lo tomó de los hombros,
“nada funciona como el resto de las cosas”
Santiago bajó la mirada y reflexionó de nuevo.
“Bueno, te dejamos en paz”, concluyó Diego y lo soltó,
“es solo que nos parece que le dan demasiadas vueltas al asunto, desde aquel
día que llegaste con tu tarea manchada y nos contaste de la ‘niña arquitecto’
notamos un cambio en tu voz, en tu mirada… en fin, sigue pensando”.
El tono en que dijo la última parte dejó helado a
Santiago.
Los pasos consumían la distancia mientras caminaba hacia
el aula.
Decidió entrar en el aula y dejarse llevar por la clase.
Desgraciadamente la primera hora no hubo profesor y tuvo que sentarse entre sus
amigos, a los que no pudo dirigir la palabra.
Pronto se apartó del grupo e inició su reproductor de
música. Necesitaba relajarse y no pensar, solo sentir el viento y las melodías
en sus oídos. No supo cómo llegó de nuevo al vasto corredor que daba al
edificio de Arquitectura. Se sentó en los escalones y comenzó a meditar la
situación, luego buscó entre sus cosas su vieja libreta en la que siguió
escribiendo el poema que había dejado inconcluso.
Sonó la campana que marcaba el fin de la primera hora, él
seguía abstraído en sus pensamientos, intentando tomar una decisión.
“Tú eres Santiago, ¿cierto?”, preguntó una voz conocida,
se trataba de Carla, la hipócrita mejor amiga de Gabriela, ciertamente nunca le
agradó mucho; hoy menos.
“Carla, me conoces, te conozco, nos conocemos”, dijo
Santi con voz hastiada, “no tienes que ser tan payasa”.
“Ay, qué cortante”, respondió con aquel tono de voz que
él tanto aborrecía, “solo quiero que lo nuestro sea menos monótono, siento que
me saludas solo por no quedar mal con Gaby”.
“¿Lo nuestro?”, espetó con voz sarcástica Santiago,
mientras pensaba en algún insulto que le quedara bien a aquella figura siempre
vestida de rosa pastel.
“Sí”, dijo con un extraño brillo en los ojos, “he visto
tus señales”.
(“¿¡Qué malditas señales!?”) “¿Señales?”, dijo extrañado
Santiago.
“No finjas”, dijo ella y le tomó la mano, “no está Gaby
aquí, no tienes que fingir más”.
Al terminar de decirlo se le acercó y le dio un beso.
Un ruido seco se escuchó detrás de ellos. En el suelo
yacían una maqueta destrozada y una carta en un pequeño sobre verde, sellada
con una estampa en forma de corazón. Detrás de todo esto estaba ella, con las
piernas temblando y las manos colgando al aire, los labios en una mueca que
mezclaba dolor, confusión y tristeza; detrás de los anteojos que reflejaban la
poca luz natural estaban sus ojos oscuros, rojizos, empañados de lágrimas. Sus
cabellos enmarcaban una cara sonrojada por el coraje; Gabriela no pudo
pronunciar palabra y salió corriendo hacia los baños.
Los ojos de Santiago se llenaron de desolación al ver
destrozada la maqueta que habían hecho juntos la semana anterior y la pequeña
carta; pero sobre todo, se sentía morir al recordar los ojos de Gabriela, al
percibir sus lágrimas. Se soltó como pudo de Carla, incluso la empujó. Fue tras
de Gabriela, sin embargo frente a él apareció Hernán, amigo suyo, quien lo miró
con reproche y le dijo que no permitiría que hiciera más daño que el que ya
había hecho.
De un momento a otro todo se derrumbó.
Así comenzó su camino Santiago, con una enorme cruz a
cuestas. Aquel último día no acudió a ninguna clase, se dedicó a llorar en su
habitación, aún a cuesta de mentirle a su madre por su llegada temprano.
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