Nilda era
simplemente Nilda.
Llevaba una de
sus faldas favoritas, la café hasta las rodillas, aunque el mérito disminuía al
reconocer que toda su ropa es su favorita; y una blusa blanca que extrañamente
le hacía revivir sus días de secundaria.
Nilda era simplemente
Nilda y, como toda Nilda, caminaba despreocupadamente por el centro de la
ciudad.
Nilda se
llamaba Nilda por su abuela Gertrudis, quiero decir, su abuela sugirió ese
nombre; así pues, sus padres la llamaron Nilda.
Nilda era
inteligente, ya saben, como toda Nilda -¿acaso conoce alguna Nilda que no sea
inteligente, lector?-.
Realmente se
esforzaba por no perder la curiosidad que toda niña tiene, y mezclarla con la
sagacidad que toda mujer joven debería tener, cuando menos, tras haber pasado
diecinueve años viviendo sobre la faz de la moribunda Tierra.
Y así era
Nilda, lector, así, como cualquier otra Nilda.
Ese día Nilda,
en su afán de ser más Nilda que el día anterior, se dispuso a dar un paseo por
las calles pequeñas y recordar toda -sí, lector, toda- su vida en tan solo unos
pocos minutos que tenía de tiempo antes que llegara con Rodrigo, su novio.
Así es, Nilda
era de esas Nildas que llegan temprano a propósito para tener un aparente
pretexto para andar por ahí antes de que llegara su compañía.
Así es, Nilda
también era de esas Nildas que tenían novio.
Nilda
caminaba.
Nilda caminaba
y caminaba, como si fuera posible que el camino algún día se fuera a terminar;
luego doblaba esquinas, como si realmente supiera lo que estaba haciendo. De
haberla visto, lector, usted lo hubiera creído.
Nilda tenía un
pequeño tic.
Nada grave ni
muy notorio, sólo un pequeño tic nervioso que de vez en cuando la acosaba.
En su camino
Nilda tuvo tiempo de hacer inventario de las personas que paseaban por donde
ella.
Seis ancianos,
de ellos dos iban en pareja tomados de la mano y tres usaban bastón; todos los
hombres llevaban sombrero.
Tres
adolescentes, demasiado ocupados con sus vidas; la única chica iba vestida
-como dijera su madre- como puta, sea lo que eso signifique.
Dos parejas
más o menos adultas, o más o menos adúlteras, eso Nilda no lo pudo juzgar con
certeza.
Y como final
una mujer joven, Nilda hubiera podido jurar que era otra Nilda; llevaba una
bolsa -más bien un morral- y un vestido largo que ondeaba al viento. Nilda,
nuestra Nilda, sonrió.
Por un
impulso, de esos que les dan a las Nildas de vez en cuando, miró su reloj -esta
vez no lo había olvidado, por alguna extraña razón-.
Cuando se dio
cuenta de que la hora dicha estaba cerca apuró el paso a su destino real.
¿Imagina,
lector, la escena?
Nilda, casi
corriendo, era una Nilda agitada cuando casi corría -y qué más decir de cuando
corría-.
Así, llegó lo
suficientemente a tiempo como para comprobar que casi correr le había ahorrado
cerca de medio minuto.
Nilda era una
Nilda feliz, como casi cualquier Nilda.
Nilda se sentó
en la banca.
No en una banca, sino en la banca; una banca no sólo exclusiva para Nildas, sino exclusiva
para la Nilda, nuestra Nilda.
Nilda sonrió
desde la banca.
A lo lejos
pudo distinguir al siempre puntual Rodrigo, con un paquete inusual bajo su
brazo derecho, como diciendo con los ojos ‘hola, Nilda’.
Un saludo, un
beso, un abrazo.
Luego los
demás besos y abrazos pudieron prescindir de los saludos.
Nilda era una
Nilda feliz.
Nilda comía y
bebía con copiosidad, como muchas Nildas que ha de conocer, lector.
Nilda comía
alegremente la pizza que Rodrigo le compartía, y bebía apuradamente del agua de
limón que tanto le gustaba en los días de calor.
Nilda se
emocionaba, como cualquier otra Nilda, cuando su novio le hablaba al oído.
Nilda, al
emocionarse, activaba su tic de Nilda, que casi ninguna Nilda posee.
Casi ninguna
Nilda.
En el mundo,
casi ninguna Nilda.
Nilda era
simplemente Nilda.
Nilda era más
que otra Nilda, pero simplemente Nilda.
Nilda a veces
pensaba con insistencia.
‘¿Cómo serán
las otras Nildas?’, pensaba.
Nilda se
ruborizaba de pensarlo, de pensar en el millón de posibilidades iguales y distintas
que se le ocurrían.
Y cuando Nilda
se ruborizaba, se activaba su tic de Nilda.
‘Amor, deja de
rascarte la oreja, te vas a hacer daño’, le murmuró Rodrigo con una sonrisa.
Nilda era
simplemente Nilda.
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