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lunes, 19 de marzo de 2012

Nilda


Nilda era simplemente Nilda.
Llevaba una de sus faldas favoritas, la café hasta las rodillas, aunque el mérito disminuía al reconocer que toda su ropa es su favorita; y una blusa blanca que extrañamente le hacía revivir sus días de secundaria.

Nilda era simplemente Nilda y, como toda Nilda, caminaba despreocupadamente por el centro de la ciudad.
Nilda se llamaba Nilda por su abuela Gertrudis, quiero decir, su abuela sugirió ese nombre; así pues, sus padres la llamaron Nilda.

Nilda era inteligente, ya saben, como toda Nilda -¿acaso conoce alguna Nilda que no sea inteligente, lector?-.
Realmente se esforzaba por no perder la curiosidad que toda niña tiene, y mezclarla con la sagacidad que toda mujer joven debería tener, cuando menos, tras haber pasado diecinueve años viviendo sobre la faz de la moribunda Tierra.

Y así era Nilda, lector, así, como cualquier otra Nilda.

Ese día Nilda, en su afán de ser más Nilda que el día anterior, se dispuso a dar un paseo por las calles pequeñas y recordar toda -sí, lector, toda- su vida en tan solo unos pocos minutos que tenía de tiempo antes que llegara con Rodrigo, su novio.

Así es, Nilda era de esas Nildas que llegan temprano a propósito para tener un aparente pretexto para andar por ahí antes de que llegara su compañía.
Así es, Nilda también era de esas Nildas que tenían novio.

Nilda caminaba.
Nilda caminaba y caminaba, como si fuera posible que el camino algún día se fuera a terminar; luego doblaba esquinas, como si realmente supiera lo que estaba haciendo. De haberla visto, lector, usted lo hubiera creído.

Nilda tenía un pequeño tic.
Nada grave ni muy notorio, sólo un pequeño tic nervioso que de vez en cuando la acosaba.

En su camino Nilda tuvo tiempo de hacer inventario de las personas que paseaban por donde ella.
Seis ancianos, de ellos dos iban en pareja tomados de la mano y tres usaban bastón; todos los hombres llevaban sombrero.
Tres adolescentes, demasiado ocupados con sus vidas; la única chica iba vestida -como dijera su madre- como puta, sea lo que eso signifique.
Dos parejas más o menos adultas, o más o menos adúlteras, eso Nilda no lo pudo juzgar con certeza.
Y como final una mujer joven, Nilda hubiera podido jurar que era otra Nilda; llevaba una bolsa -más bien un morral- y un vestido largo que ondeaba al viento. Nilda, nuestra Nilda, sonrió.

Por un impulso, de esos que les dan a las Nildas de vez en cuando, miró su reloj -esta vez no lo había olvidado, por alguna extraña razón-.
Cuando se dio cuenta de que la hora dicha estaba cerca apuró el paso a su destino real.
¿Imagina, lector, la escena?
Nilda, casi corriendo, era una Nilda agitada cuando casi corría -y qué más decir de cuando corría-.
Así, llegó lo suficientemente a tiempo como para comprobar que casi correr le había ahorrado cerca de medio minuto.

Nilda era una Nilda feliz, como casi cualquier Nilda.

Nilda se sentó en la banca.
No en una banca, sino en la banca; una banca no sólo exclusiva para Nildas, sino exclusiva para la Nilda, nuestra Nilda.

Nilda sonrió desde la banca.
A lo lejos pudo distinguir al siempre puntual Rodrigo, con un paquete inusual bajo su brazo derecho, como diciendo con los ojos ‘hola, Nilda’.

Un saludo, un beso, un abrazo.
Luego los demás besos y abrazos pudieron prescindir de los saludos.
Nilda era una Nilda feliz.

Nilda comía y bebía con copiosidad, como muchas Nildas que ha de conocer, lector.
Nilda comía alegremente la pizza que Rodrigo le compartía, y bebía apuradamente del agua de limón que tanto le gustaba en los días de calor.

Nilda se emocionaba, como cualquier otra Nilda, cuando su novio le hablaba al oído.
Nilda, al emocionarse, activaba su tic de Nilda, que casi ninguna Nilda posee.

Casi ninguna Nilda.
En el mundo, casi ninguna Nilda.

Nilda era simplemente Nilda.
Nilda era más que otra Nilda, pero simplemente Nilda.
Nilda a veces pensaba con insistencia.
‘¿Cómo serán las otras Nildas?’, pensaba.
Nilda se ruborizaba de pensarlo, de pensar en el millón de posibilidades iguales y distintas que se le ocurrían.

Y cuando Nilda se ruborizaba, se activaba su tic de Nilda.
‘Amor, deja de rascarte la oreja, te vas a hacer daño’, le murmuró Rodrigo con una sonrisa.

Nilda era simplemente Nilda.

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